Miedo. Ese extraño ser que te acompaña desde siempre, por y para siempre. El miedo cumple su función vital de protegernos. Protegernos del peligro inminente que implica hacer algo que puede dañar nuestra integridad, como una alarma interna que nos avisa, siempre, constantemente. El problema es que el mecanismo es el mismo para cualquier cambio que indique salir de la zona de confort. Cualquier posibilidad de ampliar perspectivas y cambiar tu realidad… da miedo. Mucho miedo. Y el miedo evita lo distinto, evita lo que causa un esfuerzo, evita lo que duele, lo que crea confusión, lo que genera conflicto.
A veces el miedo nos engaña, se pone una máscara. Una que te haga pensar que hay una razón lógica para no hacer lo temido, una vestida de argumentos, de razones, de posibles soluciones alternativas… las que sean necesarias. Cualquier cosa excepto enfrentarse a la incertidumbre de algo nuevo que da miedo.
Una vez me dijeron que el miedo sólo necesita ser reconocido. Mirarlo a la cara y aceptarlo. Sin huir. Tan sólo permanecer hasta que una parte de el se sienta mejor y te mire a los ojos como diciéndote: Voy a acompañarte toda la vida, me dejas? Y así poder hacer lo que sea, aunque con miedo de la mano. Sin embargo, algunas personas huyen cada vez que sienten miedo. Cogen una de esas máscaras y huyen. Y ya sabemos que hay muchas formas de huir, y sólo una de aprender. Y el aprendizaje siempre se abre camino. De la forma que sea. Aunque no siempre con el mismo precio.
Cuando los niños y niñas se dejan llevar por el miedo es porque no saben que pierde fuerza cuando te enfrentas a el, y que, proporcionalmente, tu autoestima y autoconfianza aumentan. Y no lo saben porque a menudo sus papás y mamás los protegen de cualquier evento que les pueda causar un contratiempo. Los llamados padres “helicóptero” revolotean alrededor de sus hijos e hijas buscando la forma de controlar toda su realidad con la intención de evitar algún tipo de sufrimiento, por leve que sea.
Cada vez que haces la mochila por tu hija, que anotas los deberes por tu hijo, o que le pones la ropa aún sabiendo perfectamente que lleva un año vistiéndose solo… estás confirmándole esta creencia: Estas mejor sin hacer nada, así no hay riesgo de que lo hagas mal, deja que lo haga yo por ti.
También puede ser que el miedo lo hayan aprendido a través de la imposición y la amenaza. Puede que aprendan entonces a naturalizar la violencia, a verla como normal. Incluso que crean que no pueden hacer nada por cambiarla. Y ahí empieza todo. Empiezas a dudar de ti, de tu capacidad. Y eso va mermando la autoestima, haciendo que dejes de confiar en ti, en la posibilidad de que tú puedas transformar las cosas. Cuando creces puede que prefieras adherirte a personas o cosas que te den seguridad, que hagan que la vida parezca más fácil, más segura o sencillamente más cómoda. Aunque te hagan sentir mal, pero como tienes miedo del conflicto o de estar solo, permaneces. Aprendiendo a esconder tus emociones, a silenciar tu voz.
Según Frederick Dodson: “Una emoción no causa dolor, la resistencia o la supresión de una emoción causa dolor”. Asi que esto no es sostenible demasiado tiempo. Al final siempre pasa algo, pero como dije antes, no siempre por el mismo precio. Quizá estemos pagando un precio demasiado alto por dejarnos llevar por nuestros miedos. Quizá una parte de nosotros siga siendo ese niño o niña asustado, que no sabe como manejar todo lo que le está pasando y se mete debajo de la mesa para sentirse más seguro. O quizá, simplemente nos ha quedado una asignatura pendiente con el pasado. La de aprender a abrazar al miedo como un viejo amigo y a valorarse. Porque esta vida es tuya. No es de nadie más. Y el que no actúa va perdiendo fuelle, como un árbol inmóvil en mitad de un parque al que tan sólo el viento mueve las hojas.
Muévete. Vamos. Hazlo. Con miedo. Así es cómo debe ser.
Virginia Castro Crespo